Repitan conmigo: fumar perjudica seriamente la salud


Alfonso Mateo-Sagasta: Mala hoja. Editorial Reino de Cordelia. Páginas: 176. Rústica con sobrecubierta de Miguel Navia. Papel suavecito pero satinado, no recomendable para liar cigarrillos. ISBN-13: 978-8416968275. Precio: 16,95 €

Antes, que nada, sepan que odio a este autor desde que leí La oposición. Es un odio profundo, espeso cual melaza de ingenio azucarero, Ardiente como el palo de cedro con el que los entendidos encienden los habanos. Negro y rojo, como la espalda de cualquier negro bocabajo. Gris rencor, como el acumulado durante siglos entre historiadores y arqueólogos. Azul profundo, helado, como los ojos de las mulatas especialmente diseñadas por los negreros de crianza. Mi rencor, mi inquina, sólo ha podido aumentar con la lectura de su nueva novela. Redondeada, que no redonda. Histórica, que no complaciente. Negra, pero (algo) demasiado literaria. Imposible evitar el juego de palabras. Pero su contenido es negro, y no policíaco. Además, el autor lo avisa en la página 12: en la realidad siempre acaba ganando la muerte.

Lleve uno quince años sin fumar, para esto.

Comienza en un restaurante con un militar, dice. Con uniforme de rayadillo. Con detalles de unidades y armas, carabinas Minié y tercerolas Remington, el segundo de voluntarios de La Habana y los Chapelgorris de Guamutas. Uno se frota las manos, aun metafóricamente, esperando una narración al menos competente sobre las guerras de Cuba. Y eso que sale Zorrilla, Eça de Queirós y Gertrudis Gómez de Avellaneda... pero nada. El inicio militar no es más que un cebo, un dulce mosquito con el que atraer nuestro hocico hacia el anzuelo de su historia. Narrador taimado y meloso, con notas a pie de página y todo, nos engancha en su aparejo para llevarnos a recorrer esa Cuba de la segunda mitad del siglo XIX, esos negocios tan decimonónicos y, aún así, tan actuales, antes de que se inventase de verdad el capitalismo. Cuando había que importar negros, indios o irlandeses, chinos o gallegos, y se inventase eso tan hispano que es el campo de concentración. Que no fue en Cuba, señalo, sino en el cercano Yucatán del general Santa Ana, una península apenas mencionada, pero que se adivina tan mágica y poderosa como en los cuentos de Tiptree de Quintana Roo.

Porque la Cuba que nos ofrece Mateo-Sagasta no es la mágica del cadomblé y el Ogún, De Osain y Changó. No es un trasunto de Alejo Carpentier, pasado por las manos de las mejores torcedoras isleñas. Es la pesadilla europea de las plantaciones con carabalíes y yorubas, criollos y bozales. Al mismo tiempo una crónica negra y una novela romántica a lo siglo XXI. La historia de un amor vivo y perdido, del ron contra el cigarro, el azúcar contra el tabaco, el gallero contra el meacirios.

En esta novela no está toda Cuba. Se adivina cierta tijera, o ciertas ganas de dejar algo para la imaginación del lector. Sobran quitrines y volantas, faltan gallos de pelea y una explicación sobre los cojones de don Pascual, si no es mucha molestia. Aunque puede que ambas ausencias se complementan, o deben complementarse, en la imaginación del espectador de este diálogo, cercano (Spoiler) al relato de El afrancesado de Pedro Antonio de Alarcón. Y como la de Alarcón, y como La oposición, una pequeña obra maestra.

Segundo Spoiler: Pese a lo que aprendimos en las películas de 007, en el siglo XXI los malos no aman a los gatos.

La verdad, la intriga, el misterio es lo de menos. Voy a leerla otra vez. 

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